martes, 2 de mayo de 2017

Un estado de universal estupidez



En una democracia lo primero que llama la atención es una innumerable multitud de hombres, todos iguales, incesantemente ocupados en obtener los mezquinos y miserables placeres con los que sacian sus vidas.


Los hombres cultos pasan ya por locos o infelices, ante el alegre bullicio del civilizado, es decir, del que se postra ante esa molicie colectiva que representa para todos nosotros el consumo, la finanzas, el multiculturalismo y la bolsa, las novedades tecnológicas y los brutales espectáculos de masa.

El hombre de cultura se retira de la escena, a la que ya no reconoce suya, pues Europa ya no es su casa. Se extingue, se volatiliza. Pero el hombre masa disfruta del consumo de un ocio y de unos servicios que disimulan la prostitución, la esclavitud y el crimen.

Cada día el ejercicio del libre albedrío del hombre se vuelve menos útil y menos frecuente; circunscribe la voluntad a límites cada vez más estrechos y gradualmente le va quitando al hombre el goce de sí mismo... tal poder no destruye, pero minoriza la existencia; no tiraniza, pero comprime, enerva, restringe e idiotiza a un pueblo, hasta que cada nación es reducida a nada más que un rebaño de tímidos e industriosos animales, de los cuales el gobierno es el pastor.



En una democracia los hombres están extremadamente impacientes en la persecución de satisfacciones reales y físicas. Como siempre están insatisfechos con las posiciones que ocupan y siempre están en libertad de abandonarlas, no piensan en nada más que en los medios de cambiar su fortuna o incrementarla. Para tal tipo de mentalidades, cada nuevo método que lleva a un camino más corto hacia la riqueza, cada máquina que ahorra trabajo, cada instrumento que disminuye el costo de la producción, cada descubrimiento que facilita placeres o los aumenta, parece ser el más grandioso esfuerzo del intelecto humano.


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