El verdadero racista no odia sino que ama profundamente. Un Blanco es nuestro hermano, esté en Canadá o en Chile, en Australia o Sudáfrica, porque entre hombres y mujeres Blancos no hay extranjeros sino hermanos de sangre y de tradición.
No descubrimos nada nuevo si destacamos que el único flanco que han encontrado los historiadores y estudiosos imparciales del Estado nacional-socialista para atacarlo ha sido la institucionalización del racismo como doctrina positiva en la aplicación de su política hacia la comunidad nacional alemana.
Otro de los argumentos usados interesadamente para engañar y enfrentar a los pueblos Blancos es confundir racismo con etnicismo o con nacionalismo. El racista no cae en el error de enfrentar etnias, culturas o pueblos Blancos, haciendo de algunos de ellos mejores o peores representantes de las esencias tradicionales arias. Un racista Blanco no hace distinciones positivas o negativas entre las naciones Blancas.
Así nuestra alma racial vibra en parecida sintonía ante las manifestaciones culturales, históricas y artísticas de los pueblos que componen y dan vida a nuestra fértil raza. Podemos y debemos, sin duda alguna, identificarnos más con aquellas que nos son más próximas, en las que hemos nacido y de las que participamos directamente, pero todas, repetimos, todas, nos son queridas en tanto fruto de un mismo sentir racial y popular.
Querer contraponerlas como algo totalmente extraño y contradictorio es el arma del que quiere hacer renacer el odio y la lucha fratricida entre hermanos de raza, ocultando la verdad y trasladando sus propios miedos y sus frustraciones a los demás.
Sólo se puede exaltar y defender lo que existe, y el proceso de inculturización y de mestizaje que promueve el totalitarismo globalizador es, en este momento, el más inicuo y encarnizado enemigo de los pueblos y de las razas, y particular y especialmente de nuestra humillada, perseguida y denostada raza blanca.
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