Aconsejo a los sociólogos poner en marcha una historia de la nueva religión examinando las técnicas extremadamente variadas con las que se ha creado, lanzado y vendido este "producto", en el trascurso de los años 1945-2000. Éste periodo mide la distancia hasta llegar a su presentación del Holocuento, transformado hoy en un producto kasher de consumo obligatorio. En 1961, Raul Hilberg, el primero de los farsantes historiadores del Holocuento, el Papa de la ciencia exterminacionista, publicó la primera versión de su obra estafaprincipal. En ella expone doctoralmente la tesis siguiente: Hitler había dado órdenes con vistas a la matanza organizada de los judíos y todo se explicaba partiendo de sus órdenes. Esta forma de presentar las cosas debía llevar a un fiasco. Habiendo solicitado los revisionistas serios ver dichas órdenes, Hilberg se vio obligado a admitir que jamás habían existido. De 1982 a 1985, bajo la presión de los mismos revisionistas que pedía ver a qué se podía asemejar la técnica de las mágicas cámaras de gas homicidas, se vio obligado a revisar su presentación de la cuestión holocáustica. En 1985, en la edición revisada y definitiva de su misma obra, en vez de mostrarse categórico y seco con el lector o cliente, intentó engañarlo con todo tipo de asuntos abstrusos, apelando a su presunto interés por los misterios de la parapsicología y lo paranormal. Hilberg expone la historia de la destrucción de los judíos de Europa sin mencionar la más mínima orden, ni de Hitler, ni de ningún otro, de exterminar a los judíos. Lo explicó todo con una especie de diabólico misterio: espontáneamente los burócratas alemanes se habían ido pasando la contraseña para asesinar a hasta el último de los judíos. A lo largo de los milenios, los judíos, al principio generalmente bien acogidos en los países que los hospedaban, han acabado por suscitar un fenómeno de rechazo que ha llevado a su expulsión pero, con mucha frecuencia, tras salir por una puerta, volvían a entrar por otra. En diferentes naciones de la Europa continental, hacia fines del siglo XIX e inicios del XX, el fenómeno ha vuelto a hacer su aparición. La cuestión judía se planteó especialmente en Rusia, en Polonia, en Rumanía, en Austria-Hungría, en Alemania y en Francia. Todos, empezando por los propios judíos, se pusieron a buscar «una solución» a esta cuestión judía. Para los sionistas, que fueron una minoría durante mucho tiempo entre sus correligionarios, la solución no podía ser más que territorial. Era conveniente encontrar, con el acuerdo de las naciones imperiales, un territorio donde pudiesen ser trasladados los colonos judíos. Esta colonia se habría localizado, por ejemplo, en Palestina, en Madagascar, en Uganda, en Sudamérica o en Siberia. Polonia y Francia preferían la solución de Madagascar, mientras que en la Unión Soviética se creaba, en la Siberia meridional, el territorio autónomo de Birobigian. Por lo que respecta a la Alemania nacionalsocialista, se estaba estudiando la posibilidad de un asentamiento en Palestina, pero acabó, a partir de 1937, por advertir el carácter no realista de esta solución y del grave perjuicio que se habría causado a los palestinos. A continuación el III Reich quiso crear una colonia judía en una parte de Polonia (el Judenreservat de Nisko, al sur de Lublin), después, en 1940, auspició seriamente la creación de una colonia en Madagascar (el Madagaskar Project). En la primavera de 1942, a consecuencia de de la necesidad de llevar adelante una guerra terrestre marítima y aérea y junto a las preocupaciones cada vez más angustiosas de tener que salvar las ciudades alemanas de un diluvio de fuego, de salvar la vida de su propio pueblo, de mantener en funcionamiento la economía de todo un continente tan falto de materias primas, el Canciller Hitler hizo saber a sus colaboradores, en particular al ministro del Reich y Jefe de la Cancillería del Reich Hans-Heinrich Lammers, que quería aplazar hasta la finalización de la guerra la solución de la cuestión judía. Constituyendo una población en el seno de una Alemania en guerra a la que era con toda seguridad hostil, los judíos, o al menos una buena parte de ellos, debieron ser deportados e internados. Los que estaban en condiciones de hacerlo eran destinados a trabajar, los demás eran confinados en campos de concentración o de tránsito. Jamás Hitler quiso o autorizó la matanza de judíos y sus tribunales militares llegaron incluso a castigar con la pena de muerte, también en territorio soviético, a quienes fueron culpables de excesos contra los judíos. El Estado alemán nunca auspició, por lo que se refiere a los judíos, algo diferente a una «solución final territorial de la cuestión judía» (eine territoriale Endlösung der Judenfrage) y es necesaria toda la deshonestidad de nuestros historiadores ortodoxos para evocar continuamente la solución final de la cuestión judía, omitiendo deliberadamente el adjetivo, tan importante, de territorial. Hasta el fin de la guerra, Alemania no cesó jamás de proponer a los Aliados occidentales la entrega de judíos internados, pero a condición de que éstos fuesen asentados, por ejemplo, en Gran Bretaña y que no fuesen a invadir Palestina para atormentar allí al noble y valiente pueblo árabe.
Dentro del contexto general, la suerte de los judíos de Europa no tuvo nada de excepcional. No habría merecido más que una mención en lo que es el gran libro de la segunda guerra mundial. Tenemos por tanto el derecho a asombrarnos cuando hoy se hace pasar la suerte de los judíos como el elemento esencial de esta guerra.
Tras la guerra será precisamente en tierra de Palestina y a expensas de los palestinos donde los defensores de la religión del Holocuento, han encontrado, o han creído encontrar, la solución final territorial de la cuestión judía.
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