sábado, 31 de enero de 2015
La fatiga de Europa
No fue Alemania la que perdió la guerra mundial, fue Occidente el que la perdió cuando perdió el respeto de los negros, que los alemanes en el extranjero fueran maltratados por negros bajo las órdenes de ingleses y franceses no fue un procedimiento sorprendentemente nuevo, este método comenzó en la revolución liberal del siglo XVIII: en 1775 los ingleses reclutaron hombres de raza india norteamericana para atacar, quemar y arrancar el cuero cabelludo a los republicanos estadounidenses; y no debería ser olvidado cómo los jacobinos movilizaron a los negros de Haití en favor de los "derechos del hombre". Pero el que los negros de todo el mundo fueran reunidos en masa en suelo europeo para luchar por blancos y contra blancos, el que hayan llegado a conocer los secretos de los métodos más modernos de la guerra y los límites de su eficacia, y fueran enviados a casa con la convicción de haber vencido a las potencias blancas, todo esto fundamentalmente alteró su visión de la distribución del poder en el mundo. Ellos llegaron a sentir su propia fuerza común y la debilidad de los otros; ellos comenzaron a despreciar a los Blancos, tal como en el pasado Yugurta despreció a la poderosa Roma. Las naciones dirigentes blancas han abdicado de su antiguo rango, negocian hoy donde ayer habrían mandado, y mañana tendrán que adular si fueran a negociar. Dichas naciones han perdido el sentimiento de la obviedad de su poder y no son ni siquiera conscientes de que lo han perdido. El socialismo obrero pronto descubrió el peligro, después de una alianza inicial, utilizó el odio hacia la clase campesina, fomentado por todos los partidos urbanos, fueran liberales o socialistas, para emprender la guerra contra este elemento conservador, que, en la Historia, invariablemente ha sobrevivido a todas las formaciones políticas, sociales y económicas. Dicho socialismo desposeyó a los campesinos, reintrodujo de hecho la servidumbre y el trabajo obligatorio que Alejandro II había abolido en 1862, y mediante su administración hostil y burocrática de la agricultura cada socialismo, cuando pasa de la teoría a la práctica, pronto se ahoga en la burocracia, llevó los asuntos tan lejos que hoy se permite que los campos estén agrestes, que el abundante ganado de antaño se haya reducido a una fracción, y que la hambruna se haya convertido en una condición permanente que sólo una raza de voluntad débil, nacida para una existencia de esclavitud, podría soportar. En África es el misionero cristiano sobre todo, el Metodista inglés quien, con toda inocencia, con su doctrina de que todos los hombres son iguales ante Dios y de que la riqueza es pecaminosa, está arando el terreno en el cual el enviado bolchevique siembra y cosecha. Y desde el Norte y el Este el misionero del Islam sigue sus huellas con gran éxito, penetrando en estos días tan lejos como en el río Zambesi, actual Malawi. Donde ayer había una escuela cristiana, mañana habrá una mezquita. El espíritu belicoso y viril de esa religión es más inteligible para el Negro que la doctrina de la compasión, que simplemente le hace perder su respeto por los Blancos; y el sacerdote cristiano es sospechoso sobre todo porque él representa a una gobernante raza blanca, contra cual la propaganda mahometana, política más que dogmática, se dirige con fría decisión. Pero cuando hablamos de raza, no debe entenderse en el sentido en que es la costumbre usarlo hoy entre los anti-judíos en Europa, de manera darwinista, es decir, materialista. La pureza de raza es una palabra absurda en vista del hecho de que durante siglos todos los linajes y especies han sido mezclados, y aquellas generaciones belicosas es decir, sanas que tienen un futuro delante de ellas, desde tiempos inmemoriales siempre han dado la bienvenida a un forastero en la familia cuanto éste tenía "raza", cualquiera haya sido la raza a la que él hubiera pertenecido. Lo que se necesita no es una raza pura sino una raza fuerte que una nación tenga dentro de ella. Una mujer de raza no desea ser una compañera o una amante, sino una madre; y no la madre de un solo hijo, para que sirva como un juguete y una distracción, sino de muchos: el instinto de una raza fuerte se manifiesta en el orgullo que inspiran las familias grandes, en el sentimiento de que la esterilidad es la maldición más dura que le puede acontecer a una mujer y, por medio de ella, a la raza. De ese instinto surgen los celos primitivos que conducen a una mujer a quitarle a otra el hombre que ella desea fervientemente como el padre de sus hijos. Pero el mayor peligro no ha sido nombrado todavía. ¿Y si, un día, la lucha de clases y la guerra de razas unen fuerzas para ponerle un final al mundo de los Blancos? Eso está en la naturaleza de las cosas, y ninguna de las dos Revoluciones desdeñará la ayuda de la otra simplemente porque desprecia a sus partidarios. Un odio común extingue el desprecio mutuo.
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