sábado, 7 de septiembre de 2013

El Odio Político...por Leon Degrelle



Por: Leon Degrelle, General de las Waffen SS y héroe de guerra del Ejército Alemán.



¿Cambio? Para cambiar eficazmente la política artística habría que pensar más en el arte y no tanto en maquinaciones políticas.

El odio por el odio es siempre imbécil. Hace cometer tonterías. ¿Odio de qué? El hombre inteligente sabe que hay muchas formas de actuación política y de doctrinas políticas, sean o no democráticas.

El apoyo, el afecto, el consentimiento popular, pueden manifestarse democráticamente, según fórmulas muy distintas. Se puede escoger entre la democracia parlamentaria y la democracia de un jefe fuerte.

No creo en la democracia parlamentaria, con sus centenares de diputados, sin formación la mayoría de las veces y muy a menudo incluso sin capacidad. Una vez elegidos, la gran mayoría de ellos no servirán nunca para nada. Cincuenta diputados o menos bastarían perfectamente, en lugar de los 350 que hay en España o de los 500 de Francia.

Los gobiernos escogidos por los diputados son sus rehenes. Un jefe de gobierno sometido a sus presiones tiene que formar su equipo teniendo estrictamente en cuenta los diversos clanes de su partido, las representaciones regionales, las presiones más diversas, incluso de los bancos de los cuales ningún partido sobreviviría, sin olvidar a los homosexuales, las arpías feministas, los energúmenos de todos los colores, que son, cada uno por su cuenta, reyes de la calle democrática.

Yo creo sólo en la democracia del jefe, el que la masa elige porque le considera como el mejor. Porque le gusta, porque sus ideas han convencido.

Un jefe responsable puede escoger a los colaboradores más capaces de su país. ¿Qué hombre de gran talla, con responsabilidades económicas y sociales de gran relieve, iría a abandonar un puesto privado de primer orden, para comprometerse en un equipo ministerial que puede, en cualquier momento, caer estrepitosamente al suelo? Ejemplo: Italia, con 51 gobiernos en cuarenta y cinco años. Ninguna industria importante podría seguir sin quebrar, en medio de semejante caos directivo. Con mayor razón, es imposible que resista un Estado en el cual cerca de 40 millones de personas tienen que desarrollarse.

Sólo la democracia del jefe puede asegurar la continuidad del trabajo de un gobierno, seguir un plan que asegura años de reformas nacionales, desarrollar hasta su finalización las iniciativas fundamentales que reclama la transformación radical de un mundo totalmente nuevo. Un mundo en el cual es imperativo indispensable el dominio de la economía. Hay que hacer frente también al drama humano de un paro inacabable de mundos diez veces más poblados que Europa, con centenares de millones de seres hambrientos, dispuestos a un relevo pacífico o violento del mundo blanco, amenazado de aniquilamiento.

Aquellos que tendrán la terrible misión de salvar a Europa, nunca será demasiada la autoridad que ostenten, si quieren escapar al fracaso. No hay verdadera autoridad sin un jefe al cual el pueblo confía libremente, por un tiempo largo, un poder real.

¿Culto de la personalidad? No. Sentido común. Oponer una democracia la del rebaño a la democracia del jefe resulta vano.

De todas maneras, en cualquier democracia, incluida la del rebaño, se vota por una personalidad. Se vota por un líder o por otro. Los demás no son más que compinches. Para el gran público sólo cuenta el hombre fuerte en el que todos pueden confiar. Así, finalmente una democracia se confunde con la otra, con la única diferencia que la del jefe es franca y la otra disfrazada.

Poder fuerte es el que hemos promovido nosotros, los llamados “nazis”. “Nazi” es hoy un insulto. Y es en este sentido que lo emplean aquellos que nos lo echan a la cara.

A lo largo de más de un cuarto de siglo, buena parte de Europa fue fascista, y la otra estuvo a punto de serlo. Esta Europa sustituía a unos regímenes parlamentarios agónicos. Su fracaso había sido total y fundamental. Vino nuestra época, con las inmensas reformas sociales de Hitler, únicas en su tiempo, con el orden majestuoso de instituciones duraderas, con el consentimiento popular renovado en cada ocasión importante, gracias a numerosos plebiscitos organizados bajo la mirada, muchas veces hostil, de la opinión y de las prensa internacionales.

Era una cosa bien diferente a cualquiera de los raros plebiscitos democráticos de hoy, sobre la OTAN por ejemplo, que son violados sin demora entre mil hipocresías y sonrisas.

Lo que siempre hemos buscado, primero de todo, fue la fraternizaron de las clases y la eliminación de las distintas luchas sociales. Nunca fuimos de derechas o de izquierdas. Para nosotros, un país no es el 50 por ciento de sus habitantes luchando rabiosamente contra el otro 50 por ciento, localmente estimulados por los partidos rivales.

Un país es un pueblo y no dos mitades de un cuerpo electoral, dormidas durante cuatro años, despiertas durante tres semanas de campañas furibundas…

¿Teníamos razón? ¿Eran los otros los que tenían razón? Son problemas que hay que sopesar sin ceguera voluntaria y sobre todo sin ira.

Hemos vivido unas experiencias políticas y sociales inmensas en el curso de este siglo. Vale la pena estudiarlas y no taparlas bajo un montón de basura.

Los que nos insultan ¿que saben del hitlerismo?, ¿de la reconciliación de las clases?, ¿de los millones de parados nuevamente con trabajo, en solo dos años?, ¿de las autopistas?, ¿del coche “Volkswagen” a disposición de cualquier obrero por cinco marcos a la semana?, ¿de la transformación obligatoria de las fábricas, con locales sanos, con piscinas, con campos de deporte?, ¿del invento de las vacaciones obreras, prolongadas hasta veintidós días anuales el Frente Popular francés, tres años más tarde, no llegó a más de seis días?, ¿qué saben del genio militar con el cual Hitler dirigió o aguantó la guerra más inmensa de la historia?, ¿saben de la grandiosa tentativa de una Europa carnal, en el este, de 1941 a 1945 y representada por seiscientos mil voluntarios no alemanes y de los cuales cuarenta y tres mil eran españoles…?

Antes, los europeos nos ignorábamos. Un alemán no sabía lo que era un francés, un italiano no sabía lo que era un danés.

En el frente del este nos hemos conocido belgas, franceses, holandeses, noruegos, daneses, bálticos, eslovacos, húngaros, italianos, croatas, rumanos, etcétera. En cuatro años de lucha tremenda hemos participado de los mismos sufrimientos, hemos unido nuestra sangre en el furor de las batallas, hemos llevado fraternalmente, todos juntos, el mismo ideal.

Nunca la historia de Europa había conocido una epopeya común de semejante tamaño. Centenares de millares de voluntarios de veintiocho países distintos. La “Grand Armee” de Napoleón conto con doscientos mil soldados no franceses, pero también no voluntarios, y no vivió más que cinco meses. Nosotros, voluntarios desde el primero hasta el último, hemos constituido durante cuatro años, en el frente del este, un ejército europeo tres veces más numeroso que el de Napoleón.

Fenómeno extraordinario que tiene que llamar la atención de cualquier historiador y de todos los que buscan una explicación a los acontecimientos políticos, sociales o militares que han marcado a Europa en nuestro siglo.

Solo el fanatismo puede explicar la rabia con la cual muchos se niegan a estudiar estos hechos históricos. No son capaces más que de replicarnos: ¿y los judíos? Los judíos, desde 1933, estaban en guerra abierta contra la Alemania de Hitler. El pueblo israelita inocentes incluidos, como siempre tuvo que soportar las consecuencias de una contienda que ellos mismos habían provocado en gran medida.

También era bastante normal que en el curso del conflicto, cuando numerosos obreros extranjeros tenían que trabajar en las fábricas del Reich, se obligara a parte de la población judía a ocupar puestos de trabajo.

¿Lo han pasado mal? Todos durante la guerra lo han pasado mal. Los últimos meses fueron especialmente duros, cuando miles de bombarderos ingleses y americanos se dedicaban a destruir salvajemente las industrias, las vías de ferrocarril, las carreteras, imposibilitando las comunicaciones y el reavituallamiento de todos, alemanes y no alemanes.

La aviación aliada exterminó, con bombas de fósforo, a cientos de miles de civiles, incluida una importante cantidad de trabajadores extranjeros.

El inmenso escándalo montado por la propaganda judía después de la guerra fue y sigue siendo una explosión de venganza y odio, que un sincero intento de buscar la verdad no se conseguirá hasta pasadas muchas decenas de años.

De ninguna manera han muerto, como nos han explicado hasta la saciedad, seis millones de judíos. Los redactores de la publicación “Le Monde juif” mundo judío, el órgano de prensa más importante de los judíos en Francia, ya han rebajado esta cantidad ¡a un millón! Bajará aún mucho más, si no cómo explicar que, después de la II Guerra Mundial, dos millones de judíos de Europa Central presuntamente exterminados hayan ido a poblar el nuevo estado de Israel.

En Francia viven hoy 850.000 judíos en lugar de los 350.000 de 1940. En Madrid hay veinte veces más que en 1945. Segunda duda: la existencia de las famosas “cámaras de gas” en el territorio del antiguo Reich, no hubo ni una. El “Institut für Zeitgeschichte” Instituto de Historia Contemporánea de Munich, bajo la firma de su director, Dr. Broszat, notorio antinazi, lo ha reconocido públicamente.

¿Habrían existido estas “cámaras de gas” en los territorios ocupados del este? Los soviéticos no han permitido nunca a los historiadores consultar sus archivos. Hasta ahora se han podido conocer historias fantásticas y de credibilidad más remota. En Francia, como en los Estados Unidos y en muchos otros países, catedráticos universitarios de la mayor categoría como el profesor Robert Faurrison, de la Universidad de Lyon, e hijo de una inglesa, no sólo han formulado dudas, sino que han negado, con argumentos únicamente científicos, la imposibilidad material de tales instalaciones.

Las enormes exageraciones judías, sus horripilantes películas, colmadas de falsedades, no ayudan en absoluto a la credibilidad de sus tesis. Su atroz persecución del pueblo palestino, su dominación armada en Gaza y Cisjordania, sus crímenes de estado el último en Trípoli han empañado mucho su imagen de inocentes ovejitas.

De todas maneras, las miserias de los israelitas en el curso de este siglo no sólo las que sufrieron en Alemania, sino también en Polonia, en Rumania, en Hungría o en la Rusia Soviética no fueron en absoluto una novedad. Los Reyes Católicos de España y sus sucesores expulsaban a los judíos o los metían en sus calabozos, quemaban vivos a los que no abjuraban y muertos a los que abjuraban en la Plaza de Atocha de Madrid en pleno siglo XVIII. No puede decirse que trataran a los ciudadanos israelitas con excesiva ternura. Tampoco el rey San Luis en Francia, ni los papas.

Antes de Hitler, la política ha conocido muchas crueldades, de las cuales se puede hablar algo más. Carlos V hizo cometer asesinatos muy poco evangélicos. A pesar de que tiene su glorieta con árboles y fuentes en pleno Madrid.

Bonaparte, durante su expedición de Egipto, ordenó asesinar en Jaffa a tres mil prisioneros musulmanes, formalmente protegidos por un acuerdo de rendición. A razón de mil por día, se realizó la masacre al borde del mar; barcos de Bonaparte remataban en el agua a aquellos que intentaban escapar desesperadamente al exterminio. Lo que no impide que cada año millones de personas entre los cuales se encuentran muchos demócratas españoles vayan a recogerse, muy emocionados, cerca de la enorme losa de mármol de la tumba de Napoleón en la Iglesia de los Inválidos en París.

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