Es el mejor lugar para experimentar el nivel de terror y represión que estuvo a la orden del día en la desaparecida República Democrática Alemana a cargo de la Stasi, la despiadada policía política del régimen socialista, situada en el distrito berlinés de Hohenschönhausen, hoy dedicado a la memoria de la infamia de los antiguos inquilinos. En el ala dedicada a los interrogatorios, los alumnos más aventajados de los métodos soviéticos pusieron en práctica un sistema científico para romper la resistencia de los disidentes mediante el uso perverso de la psicología.
No figuraba en los mapas. Era un espacio vacío en Berlín Este. Las calles habían sido borradas. El distrito prohibido de Hohenschönhausen se convirtió en el mayor complejo carcelario de toda Alemania. Hasta que en 1951 fue transferido a la autoridades de la RDA por los soviéticos, unos 25.000 prisioneros de ambos sexos sufrieron lo indecible. Los soviéticos preferían la tortura pura y dura. Los alemanes "democráticos" pusieron en marcha otra estrategia. Más de 20.000 alemanes pasaron por sus manos hasta que la caída del muro, en 1989, puso fin al espanto organizado como una fábrica de obedientes.
Las furgonetas se llamaban Barkas. Los tres tipos de la policía política del Estado de los Obreros y los Campesinos, denominación épico lírica de la extinta RDA, iban disfrazados de vendedores de frutas o pescado. En los laterales del vehículo, vistosos dibujos celebraban la mercancía que supuestamente transportaban.
Trataban de aprehender al sospechoso, al disidente, cuando no había nadie a la vista, para que ho hubiera testigos. De inmediato se le vendaban los ojos, se le esposaba y se le anclaba por los tobillos al suelo. Hasta cinco detenidos en estrechos compartimentos estancos podían cazar en cada batida. A continuación se pasaban dos horas dando vueltas por Berlín.
Solo entonces se encaminaban al distrito prohibido de Hoenschönhausen: 50.000 metros dedicados al terror científico, y 29 edificios donde además de extraer información y castigar al que pensaba por libre se dedicaba la Stasi a fabricar artilugios para espías, o a perfeccionar máquinas de vapor que permitieran violar sin dejar rastro más del 90% de la correspondencia que circulaba por el edén socialista.
A sangre y fuego
Tras las revueltas de 1953, que fueron aplastadas a sangre y fuego con la ayuda soviética, la Stasi pasó de 600 miembros a más de 9.000, en una primera leva. A la caída del muro, de la que se acaban de cumplir 25 años, el Ministerio para la Seguridad del Estado "Ministerium für Staatssicherheit", más conocido por su abreviatura Stasi tenía 91.000 empleados a tiempo completo y 180.000 informadores. El cuervo que nos recibe con un graznido a las puertas de la prisión, muy alejada del centro de Berlín, y de los restos del antiguo muro, parece un anticipo de lo que vamos a ver.
Cuando la Barka llegaba al garaje cada detenido era despojado de todo lo que pudiera remitirle a su vida pasada. Se le llevaba a una celda mucho más "humana" que el sótano soviético, donde las condiciones eran infrahumanas.
No es de extrañar que bajo la égida moscovita el índice de suicidios fuera elevado. Por eso se pasó, sobre todo tras las construcción del muro, de la represión física a la psicológica. No podían recibir visitas. Su familia y amigos no tenían la menor noticia del desaparecido hasta que le soltaban, y con la condición de que guardara silencio de lo vivido en Hohenschönhausen. Ni una fuga se consumó aquí.
Con la luz siempre encendida, cada celda tenía una cama, un colchón, mantas, un retrete, un lavabo, un espejo, una silla, un armario y una mesa. El contacto entre prisionero y sus guardia era el mínimo.
Mientras que los oficiales de los interrogatorios conocían cada historial, para los carceleros cada preso era un número. Cada diez minutos tenían que controlar que el prisionero estaba en condiciones. El toque de diana era a las seis de la mañana. No se podía ni cantar, ni silbar, ni tumbarse en la cama durante el día. Si se sentaba a la mesa las manos debían estar sobre ella. No tenían ni libros ni revistas.
Diecisiete horas diarias con la nada, amén de tres comidas y media hora para hacer ejercicio en la llamada "jaula de los tigres", un rectángulo de altos muros con techo de alambrada. El preso solo podía caminar en círculos mirando al suelo, pero siempre solo, y siempre media hora, en invierno o en verano, aunque en caso de que no se portara como es debido podían tenerle todo el día dando vueltas a quince grados bajo cero.
A la hora de dormir, las manos sobre el pecho o a los lados del cuerpo, boca arriba, como un cadáver bien dispuesto. Los largos pasillos sombríos tienen dos peculiaridades: un sistema de semáforos y un cordón que corre a lo largo de todas las paredes. El semáforo es para evitar que dos presos se cruzaran. Cuando se trasladaba a un disidente para ser interrogado el que estaba en el pasillo debía ponerse de cada a la pared y permanecer así hasta que desaparecía el peligro de contacto visual.
El interrogador se sentaba tras su escritorio y la víctima al extremo: hacía parecer más grande a su examinador. Usaban dos grabadoras: una para las declaraciones del sospechoso, la otra para que los jefes de la Stasi pudieran comprobar que sus subalternos cumplían. Sin armas: para evitar riesgos.
Bajo el asiento del reo, un paño, que se recogía al final como se ve en la película "La vida de los otros" con los sudores y otros aromas, susceptibles de ser utilizados, por ejemplo por perros rastreadores en caso de fuga. Toda una industria de extracción de la verdad, una escuela de sometimiento a un Estado que se pretendía modélico, pero que tuvieron que encerrar tras un muro para evitar que nadie pudiera abandonar el paraíso.
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