Si no estuviéramos invadidos, podríamos defendernos; pero observemos que el principal obstáculo con que topan los proyectos identitarios no son los inmigrantes sino los propios gobernantes autóctonos. Deberían, los políticos identitarios, preguntarse el porqué, pero reducen la cuestión a la banalidad de un problema personal, como si esta oposición de Europa a su propio identitarismo pudiera explicarse a partir de meros conceptos políticos, y encima de carácter electoralista.
Resultaría, según esta versión superficial de la traición, que nuestros políticos promueven la invasión porque militan en tal o cual partido del sistema. Pero, ¿por qué contribuyen a la destrucción de su propio pueblo?. ¿No pertenecen ellos mismos a ese pueblo?. ¿Qué es "el sistema"?. Quizá los políticos pro-inmigración están comprados y es una cuestión de dinero.
Bastaría así con relevarlos de sus cargos y problema resuelto. ¡Vótame y los quito de en medio!. No. La cuestión del colaboracionismo político oficial respecto de la invasión multiculturalista es mucho más profunda.
Si nuestros políticos son colaboracionistas activos de la invasión es porque existe una tradición cultural anti-identitaria profundamente arraigada en Europa y que va mucho más allá del mero mundialismo liberal. Se trata de un tema que los políticos identitarios, procedentes de forma masiva de la extrema derecha católica, quieren ignorar, de tal suerte que no dudan en colgar en los documentos estatutarios, por ejemplo, que sus formaciones obedecen al humanismo cristiano o frases similares.
Si nuestros políticos son colaboracionistas activos de la invasión es porque existe una tradición cultural anti-identitaria profundamente arraigada en Europa y que va mucho más allá del mero mundialismo liberal. Se trata de un tema que los políticos identitarios, procedentes de forma masiva de la extrema derecha católica, quieren ignorar, de tal suerte que no dudan en colgar en los documentos estatutarios, por ejemplo, que sus formaciones obedecen al humanismo cristiano o frases similares.
En consecuencia, no son conscientes del alcance de lo que implica en Europa la palabra identidad, que nos llevaría a tener que dar un salto de milenios y a una reflexión filosófica de calado abismal. Dicho brevemente, cuando los políticos identitarios apelan a su celebérrima identidad y en seguida recurren a imágenes religiosas cristianas, están convalidando los supuestos culturales del colaboracionismo: todos los hombres son iguales, hijos de Dios y tienen derecho a la felicidad, al paraíso, por lo que deben comportarse entre ellos como hermanos.
Sobre este fundamento cristiano, que es la raíz y sostén cultural del mercado mundial, no hay identitarismo que valga, ni defensa posible contra la invasión. La lógica de esta fe o ideología es la política de apertura al invasor perpetrada por las autoridades oficiales. Es esa identidad, la cristiana, pero ya secularizada, la que hace posible el colaboracionismo.
Criticar éste y declararse identitario cristiano es desbarrar, no ver o no tener el coraje moral de admitir cuál es la realidad de la presunta identidad cristiana y de dónde deriva la debacle demográfica de Europa. La identidad cristiana es la negación de toda identidad, es la no-identidad que hace posible la victoria mundial de la identidad judía.
Los identitarios europeos, empero, a pesar de la evidencia del origen liberal, burgués, derechista y, por tanto, judeocristiano de la importación de mano de obra barata multicultural, decláranse católicos y enarbolan una suerte de identidad religiosa autóctona frente a la inmigración musulmana. Olvidan que el término catolicismo nombra la primera forma del universalismo y, por tanto, la antesala histórica de la globalización capitalista.
Las sinagogas ya fueron, en el mundo antiguo, las playas de desembarco de la futura Iglesia apostólica romana. Con tales creencias alcanzó el irracionalismo fideísta a una sociedad que podría haber estado madura para la verdad, pero temió enfrentarse a ella. La historia de Occidente convirtiose así en el proceso de la instrumentación del concepto griego de racionalidad a manos de lo irracional, es decir, de la esperanza, el amor, la felicidad y conceptos eudemonistas análogos. Platón, siglos atrás, había preparado el terreno para la gran impostura influído por sectas órficas y pitagóricas de oriundez egipcia, pero sólo con el cristianismo adquirieron esas ideas azucaradas, propias de cobardes integrales, un peso social y político decisivo.
El resultado fue la prostitución de la Razón a manos de la religión monoteísta abrahámica; la oposición existencial, cultural y política a que el proyecto de una comunidad de la verdad, iniciado en la Grecia democrática, heroica y trágica de Heráclito y Sófocles, culminara históricamente en forma de institución o entidad formal organizada.