viernes, 2 de mayo de 2014

Hans Kütemeyer.. Los días en que fue difícil ser NacionalSocialista

 Después de la excarcelación del HOMBRE, aún llevó unos años reformar y reorganizar el NSDAP en Alemania, para mediados de 1920 existían cotos de población votante que estaban férreamente protegidos; la socialdemocracia y los comunistas el SPD y KPD especialmente protegían los barrios obreros como propiedad exclusiva, con el uso de la violencia en caso necesario, creyéndose los únicos con derecho de hablar a la clase obrera.
Naturalmente, por filosofía y principios, el NSDAP tenia que darse a conocer y esperaba recabar grandes apoyos en este sector social, y esto sólo podía hacerse a través de la propaganda y la difusión en masa de su ideario, mediante mítines, reuniones públicas, panfletos, gacetillas y periódicos, es decir, labor directa a pie de calle, era evidente que antes o después fuerzas tan opuestas, en una situación social límite, buscando apoyos en los mismos barrios llegarían pronto a situaciones de violencia, palizas, tiroteos y muertes.

La historia de Hans Kütemeyer es precisamente una muestra de esta época.
Extraído del Foro NacionalSocialista Ortodoxo.
El texto original alemán apareció publicado originalmente el 26 de Septiembre de 1928, en Der Angriff, periódico editado por el Dr. J. Goebbels. Ésta es una traducción al español.

Kütemeyer por J. Goebbels.

Un día vino a nuestra oficina y preguntó si podía colaborar en algo. Dijo que no tenía empleo, que vivía con su mujer modestamente del subsidio de desempleo y que prestaría gustosamente sus servicios al Partido. Era callado y tímido. Se sienta en el lugar que se le indica y apenas habla de su servicio voluntario. Después de cuatro meses había puesto nuevamente en orden, con afanosa laboriosidad, el fichero completamente revuelto a causa de la prohibición y la persecución.

A la mañana es el primero en llegar, y a la noche el último en irse. El saludo al llegar y al irse es casi lo único que dice durante el día. Si por casualidad paso por su sección, se levanta de un salto de su asiento, se cuadra y me estrecha la mano, nervioso como un niño.

Sirvió en el frente durante la guerra como valiente soldado. Después de la guerra se hizo comerciante pero la inflación le quitó pan y trabajo. Trabajó en una granja, pero perdió su empleo por sus convicciones políticas. Volvió a la ciudad y se integró al ejército de los tres millones de alemanes en paro. La tarde antes de la asamblea de Hitler va con camaradas a pegar carteles. Hasta el amanecer está en las calles. Muerto de cansancio vuelve a casa. Su mujer, solícita, lo hace dormir tres horas; después estará de nuevo dispuesto para el servicio.

Hoy el corazón le late a estallar. El rostro pálido, demacrado, enrojece repentinamente cuando piensa que a la noche va a ver y a oir por primera vez a su Führer. A las cinco se presenta para el servicio de caja en el Sportpalast. Cuando se despide en la oficina pregunta proféticamente a un camarada: ¿Quién será el próximo a quien enterraremos?

Cuando a eso de las seis y media llego al Sportpalast para un breve control, lo veo trabajar en la ventanilla. No puedo recordar haberlo visto reir antes alguna vez. Ahora ríe. Todo el rostro está radiante por una inmensa alegría. Cuando me alejo, me grita algo que no entiendo en el barullo.

A las 8.15 le dice el administrador de la caja: “Kütemeyer, usted aún no ha oído a Hitler, haga pronto las cuentas y luego en marcha a la sala”. Hace las cuentas. Exacto hasta el último pfennig: 420,40 marcos. Ahora el recibo, y luego adiós. Se aprieta en la última fila, porque todo, todo está abrumadoramente lleno. Ahí está, entre la puerta y el gozne, viviendo el júbilo atronador cuando Hitler entra en la sala, escuchando con el corazón palpitante el evangelio de la joven Alemania. Al término se levanta con otros dieciséis mil y canta con lágrimas en los ojos: "Alemania, Alemania sobre todo, y en la desgracia más que nunca”.

¿Quién podría censurarlo si vuelve de mala gana a la realidad de su vida diaria? Durante dos horas está sentado con los camaradas en alegres y excitados debates. Luego quiere volver a casa para estar con su mujer, que se había ido enseguida al terminar la asamblea.

En una esquina lo ataca la chusma. Él se defiende. Con superioridad veinte contra uno, se lo echa por tierra. Su cara resulta aplastada en el acto, como un sangriento Ecce-Homo; el hueso nasal roto, los ojos inyectados en sangre, los labios desgarrados. Consigue escapar vacilante hacia la tranquila orilla del río. Allí espera escapar en la oscuridad de la jauría sanguinaria, o quizás también encontrar a alguno de sus camaradas que, como él, están siempre perseguidos, de a uno, en las calles solitarias.

Un taxi se acerca a través de la lluvia. Está lleno de sanguinaria escoria roja. El conductor ríe con sorna y acelera.

Allí está recostado sobre la baranda un hombre, con la cara aplastada en una masa sangrienta. “¡A él! ¡A por ese perro!”

Algunos golpes con barras de hierro en la cabeza lo dejan inconsciente. “¡Agarradlo! ¡Tiradlo sobre la baranda al canalla, adentro del canal! ¿Está ya muerto o se está muriendo ahora?”

Se oyen gritos de auxilio, mientras el taxi se aleja a toda velocidad. En las frías, frías, aguas se hunde un alemán. Es sólo un trabajador. ¿Qué vale eso? Uno de los tres millones.

A las seis de la mañana se rescata el cadáver. En su bolsillo se encuentra un carnet de afiliado y panfletos de propaganda del Partido. Nada más. Ni dinero, ni puñal, ni pistola. Sólo un papel con el nombre de Hitler escrito. El empleado del Partido que fue a identificarlo a la morge apenas lo reconoce de tan magullado que está su rostro.

A las cuatro de la noche se despierta su mujer. Le parece oír gritar a su marido “¡Mamá, Mamá!”. Esa fue la hora en que murió.

“¡Suicidio! ¡Accidente! ¡Borracho! ¡Ahogado!” balbucea la journaille.

La policía habla desatinadamente de un lamentable paso en falso en la orilla. Un hombre herido de muerte ha tropezado a través de una baranda de un metro de altura. A la cabeza de la policía está un hombre de la raza judía. El muerto es sólo un trabajador alemán.

¡Las gorras fuera y las banderas bajas en señal duelo! ¡Pero sólo un instante! Después ajustad las correas y comenzad la venganza contra los aniquiladores de nuestro pueblo. ¡A trabajar, camaradas, a trabajar!

También este muerto tiene derecho a exigirnos eso.

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